Mi Sónar (recuerdos de Buenos Aires)
Por Gabriel Podestá
En el año ’92 trabajaba en una editorial
tipo-multimedio-onda-cutre que, para uno que venía de trabajar en un banco, con dueños franceses y olor a huevo machista, era la fantasía de cualquier hombre: estaba plagado de mujeres. En la parte de diseño y producción éramos dos hombres solamente sin contar la plantilla de jefes.
Buenos Aires como siempre, el mismo quilombo de ruidos y furia, y yo ahí, en el medio de ese harem editorial recortando fotos pajeras para una revista erótica cuyo título tenía sus marcas de guerra en la historia de las revistas argentinas, marcas provocadas por las prohibiciones que tuvo con la dictadura militar.
Ese laburo me permitía ganarme los mangos suficientes para acabar la carrera de diseño de la UBA en la ciudad Universitaria, muy cerca del Monumental de
River Plate y del contaminado Río de la Plata. Tres terribles moles grises de hormigón armado donde nuestros cerebros volaban en la nueva carrera de diseño que se había creado hacía muy pocos años antes.
Para la misma época más o menos tenía un amigo del barrio que según el día o, novia o estado de ánimo, amalgamaba su personalidad a determinadas circunstancias. Funcionaba como si de golpe tocara algo y se transformaba en eso mismo. Como un camaleón. Como las etapas de Picasso.
Un día tenía la etapa revolucionaria y me cantaba la canción del
Che Guevara a morir vestido con boina, barba, mate y todo. Todo era folklore. Nacionalismo y campo.
Otro día venía la onda
Artaud y pasábamos algunas tardes en su cuarto, el recitándome sus poemas estilo Artaud. Su día Artaud era Artaud para mí.
Otro se me venía la onda
Sumo (grupo de rock argentino) y como admiraba a Petinatto, que fue saxofonista del grupo a tal punto que hasta imitaba su barba que consistía en dos matas de pelo al costado de sus mandíbulas con un hueco en la pera.
Pero lo curioso de todo y el perfil que más me ha gustado y disfrutado -entre sus diferentes personalidades- fue cuando venía con la onda
Kraftwerk. Gracias a mi amigo supe todo de este grupo, que usaban robots, que grabaron arriba de un tren.
Cantaba con su guitarra mirándome a los ojos imitando su inglés con acento alemán. Y me ponía en su tocadiscos
Winco sus longplays. Uno detras de otro.
Recuerdo uno de ellos con una tapa que nunca voy a olvidar donde estaban los cuatro vestidos de camisa roja con corbata negra, mirando hacia el infinito estilo afiche ruso. Por supuesto, mi amigo era el quinto
Kraftwerk que vivía en Buenos Aires.
Así que, en esa época entre mi
harem editorial, mi amigo camaleónico que metía música electrónica, (que en ese momento no se llamaba así y no tengo idea de como se le llamaba) conocí en una de las materias de Diseño Gráfico, a una profesora holandesa que hacía prácticas con nosotros. Todos soñábamos con Europa. Con ir a Europa. Estudiamos las vanguardias y nos enterábamos que hacía el diseñador
Ricardo Rousselot en España.
La holandesa me contó de un festival que se llamaba Sónar y que se había hecho en Barcelona. Yo ni puta idea de que era eso. Le dije haciéndome el interesante: –Claro el Sónar...
Yo el único sónar que tenía presente era un jueguito de las maquinitas que era como un submarino que volteaba barquitos que aparecían en el horizonte. El sónar era su sonido de fondo.
Así que la holandesa me hablaba del
Sónar y yo imaginaba que eso era algo parecido a como eran los festivales de
Rock BA o los gratuitos de verano que organizaba el partido radical de
Alfonsín en Barrancas de Belgrano cuando volvió la democracia, con
Luis Alberto Spinetta o
León Gieco cantando como Dioses.
Años más tarde, sale la versión Argentina de la revista
Rolling Stone donde no la leía, la devoraba leyendo hasta los números de los folios. Ahí me hicieron conocer de lejos la dimensión de este festival. Pero las cosas de lejos siempre se ven diferente. Muy lejos.
En esa época era como
Bob Esponja, literalmente absorvía todo a nivel gráfico, cualquier movida que venía del otro lado del charco, entre ellos la tan extrañada revista
AjoBlanco española. Todavia no había ni internet ni nada, así que nuestra conexión con el mundo eran las librerías especializadas donde vendían revistas importadas y por supuesto nuestra profesora holandesa que le gustaba mucho la música electrónica.
Pasó mucha agua bajo el puente.
Mi amigo camaleónico desapareció, mi profesora holandesa se fue a Holanda, la editorial multimedio trucha quebró, del harem me quedaron grandes amigas del alma... me gradué como diseñador gráfico, me casé, me hipotequé, tuve hijos y seguí laburando en iguales laburos de mierda, transitando por diferentes períodos económicos: inflación, uno a uno, convertivilidad, Brasil, Punta del Este, FMI, caídas de gobiernos, corralitos, bombos y escraches, cracks económicos y la nada total. Ese sabor tan argentino que nos mantinene a 220 voltios.
Cuando pude, crucé el charco y me fui a vivir a Barcelona, justamente la ciudad donde se gestó la idea de este festival que como dice mi amigo Marcos Moreno en el
primer capítulo Sónar, forma parte de la marca Barcelona como muchas cosas más. Marcos nació acá y tiene su mirada del festival.
Yo vengo con otra imagen del festival. Tengo otra mirada. La mirada argenta. Esa que fui forjando desde mis tiempos de estudiante, basada en la necesidad de conocer, de irse a la mierda, de que había que mover algo -no sé que- pero mover algo. Y que revivo en este post.
Ya que a casi un mes de empezar el festival, ahora leyendo la página oficial, veo que sigue con el mismo espíritu rompedor, y lo mejor es que incorpora
Sónar+D donde reunirá a más de 2.500 profesionales de las industrias creativas y de los sectores de las tecnologías aplicadas a la creación.
Para nosotros que estamos tratando de aprender cómo funciona hacer contenidos en plataformas digitales móviles esto nos chifla. Porque mi gen Bob Esponja+D sigue activo. Y porque pienso que podremos aprender y conocer nuevas cosas.
Y aparte de eso... Están los Kraftwerk en vivo y en directo o los robots... en 3D. Me hace acordar a la época de mi amigo camaleónico.